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El racismo y la responsabilidad de la antropología

Opinión

“¡Cállate! ¡Cállate! ¡Te estoy diciendo que te calles!”

Muchas personas dicen "¡Cállate!" cuando la gente indígena levanta la voz. Es el grito de la dueña de casa a su empleada, es el malestar del burócrata hacia el analfabeto, es la censura del médico hacia la india enferma, es el desfogue del boletero hacia la gente ojota y, en estos días, es la orden de la mujer terna hacia la anciana campesina. 

La imagen de la suboficial de la policía en San Marcos, arrastrando con sus frases la dignidad indígena, difícilmente se borrará de mi cabeza. Lo que está sucediendo, en parte, es responsabilidad de la antropología. Yo la acuso. Mi carrera ha fallado en proponer una convivencia intercultural. Ha fallado como ciencia, porque no sabe llegar a la gente de a pie.

Cuando digo que soy antropólogo, las personas se ríen y creen que estudio huesos y ruinas. Seguidamente, ya un poco serias, me preguntan si tal cerámica es inca o preinca. Otras veces, en automático, me etiquetan de rojo, hippie o chamullador experimentado. No importa cuánto intente explicar lo que es mi carrera, nunca logro el objetivo (mi cabello largo y mi aliento a coca no ayudan). 

Así es, la antropología no tiene la madera ni la imaginación para construir una convivencia interétnica, al contrario, al interior de sus aulas y facultades prima la polarización política. La antropología, en mi tiempo de estudiante, en vez de unir, se dedicaba a enraizar guetos étnicos bajo el follaje de la tolerancia. Sinceramente, en mi facultad muy pocas veces me he sentido parte del otro. 

La antropología tiene una deuda con la sociedad y con la coyuntura política. Su fuero académico hace muy poco por desterrar el odio racial y el discurso discriminatorio. 

Bueno, como punto a favor, podríamos decir que en el Perú hay políticas culturales que cuidan, protegen y promueven la diversidad cultural y la interculturalidad. Pero, si estas políticas realmente funcionaran, no tendríamos pensamientos y expresiones como los de la mujer terna, o como las arengas racistas de la protesta. Pasa que las políticas culturales, a parte de tener escaso presupuesto, son aisladas, inconsecuentes, disfuncionales, focalizadas y burocratizadas. No llegan a la gente de a pie. 

El único espacio donde me sentí como un ciudadano intercultural, fue cuando visité el Ministerio de Cultura --todex son muy respetuosos con el indígena y el afroperuano--, pero cuando salí del edificio, a la avenida Javier Prado, al paradero La Cultura, regresé al Perú racista.

La solución no está en los talleres, los cursos, las charlas y las conferencias. Tampoco en los encuentros, las ferias, los museos y la promoción de eventos artísticos. Todas estas formas de sensibilización son, más que menos, abstractas e impersonales. La gente que participa, mira, escucha, compra, comparte un rato y luego se va. 

Precisamente, la solución es la convivencia, pero no en modo "turismo vivencial", no. Convivir quiere decir cultivar, cocinar, pastear, cazar, cosechar, comer, dormir, peregrinar, pescar, reír, bailar, cantar, jugar y emborracharse juntos. Convivir es combinarse, compartir y vincularse de forma consecuente. El propósito del convivir es generar el afecto, el querer. Solo la persona que convive con el indígena tendrá la posibilidad de indianizarse sinceramente. Y viceversa, solo el indígena que convive con nosotros (como invitado, no como empleado) podrá sentir el palpitar de nuestro afecto. Así pues, vayamos y recibamos; pongamos en práctica la ciencia del convivir.

Dibujo de Viviana Balcázar

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