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Retrato de Qoyllurit'i

Una familia en ruta hacia el santuario del Taita del Tawantinsuyu

Estoy planificando el viaje de retorno al santuario del señor de Qoyllurit’i hace 21 años. Recién ahora tengo la certeza de que voy a ir. Anuncié a mi familia la fecha, domingo 12 de junio de 2022. Todos acomodamos nuestros horarios. Les digo que necesitamos reencontrarnos con el Taita. Hay que ir a saludarlo. Es una peregrinación, no un paseo.

La ruta

Son dos horas y media de viaje desde la ciudad del Cusco hasta la localidad de Mahuayani. El tramo vial es excelente. Da gusto transcurrir la famosa carretera Interoceánica, porque hace 21 años era polvorienta, toda hueco hueco y atravesada solo por los más osados camioneros. Recuerdo las primeras veces que íbamos al santuario, a inicios de la década del noventa del siglo pasado. Subíamos a un camión cisterna que hacía la ruta Cusco-Puerto Maldonado. El viaje era sinuoso. Estar encima del camión daba vértigo, porque en cualquier momento podías salir lanzado hacia los precipicios, pero el vetusto camión siempre regresaba a su punto eje. Era un bamboleo eterno, aunque te acostumbrabas luego de vomitar un par de veces y de acomodarte entre las demás personas y sus mercancías. Si tenías la oportunidad de viajar echado, con las piernas estiradas, metido en tu bolsa de dormir, bien abrigado, observando las estrellas y la luna llena, pues a buena hora. Recuerdo que la vista era incomparable: la vía láctea bailaba con el bamboleo del camión. El universo se movía ante tus ojos. ¡Qué viajes aquellos, 100% riesgosos y emotivos!



Ahora mi madre, de 70 años, nos lleva en su auto. Voy de copiloto. Mi esposa y mis tres hijas en la parte de atrás, mirando Tiktok. Yo dando las pautas de todo copiloto: la hora, la temperatura, la altura, el tramo recorrido, el carro que nos adelanta, la giba que viene y ¡cuidado con el perro! Demasiado estrés para mí; es cuando recuerdo con nostalgia los viajes en camión cisterna.

Mahuayani, el inicio

Dos horas y media de viaje y llegamos a Mahuayani. El centro poblado es casi irreconocible para mis ojos. La presencia de edificios y casas de concreto han reemplazado a las casitas de adobe. Pero mi memoria no olvida aquél cerro que protege al poblado. ¡Estás igualito compadre, con las mismas arrugas, con la misma ropa dorada al amanecer y con esas lágrimas luminosas que encienden mis ojos!
 
Empezamos la subida. La luz es clara y el frío cierto nomás. Aparece la primera, la segunda, la tercera y luego perdemos la cuenta de las cruces. Todos discutimos: “es la quinta, no, la sexta, no, la tercera”. Nadie sabe. No importa, rezamos un padrenuestro y un avemaría. La fe va antes que las cuentas. Además, estamos a cuatro mil metros de altura, el oxígeno es escaso y el cerebro no funca como tal. Nos duele la cabeza. Las subidas son exigentes. No hay tiempo para razonar o mejor dicho no se puede razonar, así que solo nos queda bombear la fe.


¡Peregrino, dame una mano!

En el camino de subida resbala un peregrino al pisar el agua convertida en hielo (¡cuidado con las lágrimas luminosas —y engañosas— de los cerros!). Mientras cae, el peregrino jala, por inercia, a su acompañante. Todos acuden a socorrerlos. El peregrino se levanta presuroso, como si nada hubiera pasado. No está lastimado, según él. Puede continuar, según él. Se apresura y batiendo las manos rechaza cualquier ayuda. El cuerpo pudo haberse lastimado, pero el orgullo jamás. Avanza el peregrino con las justas. Solo espera llegar al Santuario. Solo le queda la fe.



Me acerco y pregunto:

—¿Requieren ayuda?

—Sí, sí, por favor, ayúdame a llevar a mi papá —me responde su acompañante, una joven sonriente y afable que al final resultó ser su nuera—.

El anciano, de 80 años, me mira extrañado y medio a regañadientes acepta mi sonrisa. Se agarra de mi mano y finge caminar a mi ritmo. Lleva un bastón —mejor dicho un palo que ni llega al suelo— y su mano sangra, pero él ni caso. Solo quiere llegar al Taita.

Hablamos de todo un poco, mejor dicho lo usual: procedencia, edad, nombres, apellidos, el clima… Ya saben, lo usual, saber quién es quién en este mundo. Al rato llegamos a la misma conclusión que llega todo cusqueño luego de conversar dos minutos: este mundo es pequeño. Él es de Paucartambo y trabajó en Kosñipata. Conoció a mi abuelo, que tenía una hacienda allá.

Debo decir que me sorprende —y me reconforta— esa asombrosa manía que tenemos los cusqueños de encontrar coincidencias, parentescos, conocidos y cercanías. Estamos unidos, todos y todas, sea por la rama de los ingas o de los mandingas.

Nos adelantan los peregrinos, uno por uno. Don Guillermo trata de seguirles el paso. Finge fortaleza. En un descanso le curamos la herida: le ponemos hojas de coca masticada por él mismo y las envolvemos con un pañuelo que él ya había usado. O sea, la mejor receta para la herida fue moco y hojas de coca masticada (¡vaya remedio!). Todo el emplasto está sujeto por una bolsa de plástico. Vaya colash médico. Eso sí, tuvimos el cuidado de lavar la herida con el agua de la quebrada antes de “cerrarla” con los menjunjes.

Dejo la conversa con Don Guillermo. Debo alcanzar a mi señora. Ella siempre se adelanta. Lleva una mochila que pesa más que ella, pero aún así no muestra cansancio. Así la conocí hace 25 años, cuando nos dimos el primer beso, allá en el nevado de Sinankara.

Mientras avanzo, diviso un tumulto de gente. Hay suceso. Una mujer tiene la pierna amarrada con frazadas y palos. Ella llora desconsolada, de dolor tal vez, pero siento que es de arrepentimiento. Sus lágrimas tienen el brillo de quien hizo lo que no debió. Su pareja, un joven de edad mediana, llora junto a ella, desesperado. La gente ayuda y otros comentan. Al parecer, la mujer se fracturó la pierna luego de caer del caballo.

Los rumores de lo sucedido no cesan a lo largo de los ocho kilómetros de ruta. Felizmente, llega la enfermera del santuario y la atiende. La gente le replica al acompañante, diciéndole “¡por qué no hiciste esto y el otro?” Detengo el cacareo y pido silencio. Les digo que hay que apoyar y que no es momento de juzgar. Me acerco a la mujer herida, poso mi mano en su frente y la calmo. Le pido que cierre los ojos y que respire pausadamente. Me obedece. Me acerco al hombre y le digo: —¡Fuerza carajo, qué es eso de estar llorando, tienes que infundirle fuerza a tu pareja —y cierro con la frase favorita del padresito Pablo Zavala—, ánimo, ánimo!



Me retiro, no puedo hacer más, tengo que alcanzar a la reina y a las crespitas. La reina debe estar pensando: “ese Dosio se dedica a los demás y no a mí”.

El manantial refrescante

Alcanzo a la reinita y a las crespas. Seguimos caminando y nos detenemos en el puquial, el manante que sale de la montaña.

Dada la cantidad de gente, la bocatoma está regentada por tres pablitos. Uno guarda el acceso de entrada, el otro está sentado sobre la roca por donde sale el agua, y el tercero recoge el agua en un recipiente y la echa en la cabeza de los peregrinos. Hay cola para recibir el agua del puquial (¡agua bendita!). La gente compra recipientes de plástico y lleva el agua a sus casas, al Cusco, o a donde llegue el Tawantinsuyu.

Me acerco. Mi intención era bañarme calato, pero hay mucha “ropa tendida”: pabluchas, gente lavándose los pies, mujeres trenzándose los cabellos mojados, vendedores, vendedoras, comerciantes, curiosos, comparsas, etc. No hay modo de calatearse ante tanta gente. La lección es obvia: este tipo de cosas se hacen a las 4:00 am, “a la hora del Darikikin”, como decía mi amigo Alberto Manqueriapa.

Bueno, me conformo con recibir el agua en la mocha. Hago una reverencia y agradezco al pablucha por su servicio. Luego obligo a mi segunda hija que haga el mismo ritual. Lo hace a regañadientes pero le gusta, se siente mejor. Mi hija menor se anima; también le gusta. La primogénita voltea la mirada y pone su cara de asada. La obligo. Lo hace y dice que se siente peor que antes (me huele a que miente porque está inconforme con el viaje). Mi señora también entra al ruedo y recibe el agua en sus frondosos crespos. Luego del remojón se siente renovada, con ganas de continuar.

Sacamos las frutas, los sándwiches y los caramelos. Disfrutamos la merienda junto a los pabluchas. Serían las 11:00 am.

El encuentro con el Taita

Por fin llegamos al santuario, los cinco, agotados. El camino se hizo largo. No fue la distancia, simplemente la meta se alargó. Son ocho kilómetros, pero en años anteriores la hacíamos fácil, rápido, sin mayor complicación. Veintiún años después, nada. El Taita se hizo el difícil. Se alejó de nosotros. No nos quizo ver de inmediato. Nos alargó el camino. No llegábamos. Mi señora dice que nos agotó el enojo con que empezamos. Nos pasó factura el subir con incertidumbre, amargura y malestar. El camino se hizo largo.



Pero bueno, al ver el encajonado vallecito de Sinankara, la reina y yo recordamos los momentos del beso robado y el chape loco que nos dimos esa noche, hace veinticinco años, mientras las comparsas rendían homenaje al Taita. Contamos nuestra travesura a otra parejita de enamorados que llevan dos años de relación y que por primera vez suben a Qoyllurit’i. Aprovechamos para recordarles que si van al juego de alasitas, que no se casen el uno con el otro, porque sino la relación termina. Ellos concuerdan; ya habían escuchado el consejo.

Mientras conversamos, hacemos la cola para entrar a la piedra donde está el Taita. Llegamos a la piedra. Le pido al pablucha, quien regula la entrada, que nos deje entrar a los cinco. Acepta y da la orden, pero quienes verdaderamente mandan son los celadores, que están en el interior. Me acerco a la piedra, miro el rostro del Taitita, me arrodillo y lloro de inmediato. Los celadores no me dan tiempo para secarme las lagrimas, y con suavidad y cariño me dicen “jayo, jayo hermanito”, que quiere decir “rápido, rápido hermanito". Quiero presentar al Taita a mis hijitas. Mi señora se inclina. Mi hija menor mira maravillada. Las crespas mayores ni bola, dice que son “agnósticas”.

El antropólogo incrédulo

Mis hijas mayores me recuerdan la relación que tuve con el Taita cuando yo iniciaba mi carrera de antropólogo, hace veintiocho años. Una imagen graciosa sobre mí la tiene mi amigo Sergio Velásquez: dice él que me vio en Qoyllurit’i con mi pantalón caqui de mil bolsillos, botas de campo, grabadora en mano, cámara fotográfica, cuaderno de apuntes y un rostro suspicaz que no conversaba con la gente, sino que hacía una mueca capciosa para averiguar si la fe de los peregrinos es al nevado o al Cristo. Es una imagen por demás ridícula, con la que nos reímos a gusto mi hermano Joel Johuanchi y yo.

En ese entonces, para mí, la imagen del Taita era una pincelada que tenía jale porque estaba pintada en una piedra reverenciada. También decía que el Cristo dibujado era un recurso inútil del catolicismo para tapar la fe andina a la montaña. Por eso digo que mis hijas mayores, las súper agnósticas, me recuerdan a mí cuando joven.

Al escucharlas, mi señora y yo nos reímos en complicidad. “De tal palo tal astilla” parece decir mi reinita mientras me mira en silencio. Sin embargo, ambos asentimos que, al final de la ruta, las tres serán asiduas al Padre, aunque tendrán que labrar su propio camino. Esta es una sentencia de fe.

Hoy en día, el Taita Qoyllurit’i está en el escalón más alto de mi escatología espiritual. Es mi regente, mi dador original. Soy su ciervo, su hijo privilegiado, su servidor. Él es mi Padre y yo soy su Hijo. Lo veo y lo siento por encima de todo, de todo. Es inconmensurable y al mismo tiempo está presente. Me guía, me manda, me cuida, me enseña, me escucha y me perdona. Lo siento aquí, allá, en todo y en todos. Sigo sus preceptos y cumplo sus consignas. Cuando lo veo —incluso antes de llegar a él— solo lloro, pero no de angustia o por exceso de pecado, sino porque una gran sensibilidad me embarga, y eso es todo.

La misa terminó cuando empezó

Mientras hacemos cola para ver al Taita, empieza una misa. Los curas —por ahora no quiero llamarlos Padres, como acostumbro— instalan la mesa en el atrio exterior con displicencia. Habla un celador y dice: “Ya, hermanos, vamos a cerrar la iglesia, ya nadie más entra al santuario, primero es la misa. Tanto se quejan de que no hay misa, pues ahora hay misa y primero es la misa”.

Cierran la iglesia, pero aún se puede entrar a ver la piedra donde está el Taita. Seguimos en la cola, a pesar que nos instan para ir a la misa. Bueno, no se contrapone. Seguimos en la cola y escuchamos la misa. Sin embargo, el discurso es el mismo de hace treinta años. El cura pregunta o mejor dicho cuestiona: “¿A qué venimos a Qoyllurit’i?”. Y él mismo se responde: "A adorar a Dios, a Jesús. Primero es Él”. Pero —me pregunto— ¿y la Montaña, el Nevado, el Puquial y la feria de Alasitas? Déjame decirte curita que venimos a todo eso también. ¡Por Dios, Padre Mío ¿acaso la libertad de adorarte de corazón y con todas las inequidades de nuestros deseos ahora es pecado?! ¡Cuándo acabará este discurso torpe y discriminador? ¡Cuándo la Iglesia saldrá al pueblo en vez de encerrarse en sí misma?

El juego de la fe

La reina, mi hija menor y yo subimos a la feria de las alasitas. Jugamos a gusto. Compramos un depa amoblado a 20 mil dólares. Muy bonito el edificio. Está ubicado en la ciudad de Lima, en el distrito de Jesús María, en la avenida San Felipe, al lado de la parroquia de San Antonio de Padua. El edificio tiene una estructura cónica pero sin la punta al final. Es una obra de arte de la arquitectura pétrea contemporánea. Está al lado de otros edificios, casi en la esquina. Buena vista: de una ventana se ven los nevados y de la otra el santuario de Sinankara.

La vendedora es una joven agradable y lleva un gorro y un mandil que la identifican. Nos dice:

—¿Llamo a la notaria para los títulos de propiedad?

—Claro —respondemos—.

Pero antes empiezo a contar el dinero para pagar: “mil, cinco mil, diez mil, veinte mil dólares”. Se lo entrego. Ella los cuenta a penas (más le interesa los ocho soles por el servicio de compra y venta). Mientras hacemos la transacción, la “notaria” pregunta:

—¿A nombre de quién?

—A nombre de la reina —le digo—.

Y así se hace. Nos pide la dirección del depa. Nos entrega el título y firmamos. Ella también firma. El asunto es serio. Este juego es serio. ¡Ya tenemos un depa en Lima! Pero ustedes se preguntarán ¿de dónde sacamos los 20 mil dólares?

Un kilómetro antes de llegar al santuario, hay un sinnúmero de negocios que venden prácticamente todo lo relacionado al ritual. Allí hay quienes venden dólares, euros y soles. Treinta mil dólares por un sol. Vaya sueño. Aquí la moneda peruana es más fuerte que el dólar. El tipo de cambio está a S/. 0.00003 soles el dólar (¿qué diría el padre del capitalismo y los locos bursátiles de Wall Streat?).

Bueno, mi hija de 10 años se compró 30 mil dólares al toque. Mi señora, hizo lo mismo. Estábamos listos para el shoping respectivo. ¡A comprar se ha dicho!


Mientras buscábamos las casas y los carros, encontramos la capilla de nuestra señora de Fátima. Cierto que en el interior de dicha capilla hay devotas y devotos prendiendo velas y rezándole a la virgencita, pero al costado, en la única ventanilla disponible, funciona el Banco de Qoyllurit’i. La entidad está regentada por cuatro celadores. El primero es el cajero, el segundo cuida la “bóveda” (en realidad no hay bóveda, solo una cantidad infinita de billetes arrumados que el hombre cuenta mientras recibe o despacha los billetes), el tercer celador cuida las velas que las peregrinas le ofrecen a la virgencita, y el último observa todo y, de rato en rato, apoya en los quehaceres bancarios.

La cola para el banco está en el exterior. Mientras esperamos nuestro turno, se acercan unas personas y nos preguntan qué trámite vamos a hacer (son quienes te ayudan a llenar los formularios del banco por unos soles de propina; se parecen a los trabajadores informales que están afuera de los bancos, a quienes acudes si no quieres lidiar con la impaciente, ininteligible y abusiva burocracia).

La mayoría de la gente abre una cuenta bancaria y deposita dinero, paga deudas, pide plata prestada y —algo que nunca había escuchado— solicita que se le devuelva dinero… Fue aquí cuando se me prendió el foco y le digo a la reinita:

—Amor, saquemos dinero del banco ¿te acuerdas que abrimos una cuenta mancomunada hace veinte años más o menos, aquí mismo? ¿Cuánto habremos depositado, 20, 30 mil? Ese dinero habrá aumentado, porque están dando a 3% de interés.

—Es verdad Dosio, creo que depositamos 20 mil dólares. Ahora ya debemos tener harta plata. Saca 100 mil dólares, solo una parte, el resto déjalo nomás en el banco —me sonríe pícara y yo admiro su astucia—.

—Listo, saquemos 100 mil.

La tramitadora nos mira y nos dice:

—¿Entonces van a sacar dinero?

—Sí.

Ella llena los papeles. Pagamos cuatro soles por el servicio. Llegamos en la ventanilla. El celador —que esta vez funge de banquero— me pregunta:

—¿Qué trámite quiere hacer?

Le explico el asunto y él me dice:

—Espera, yo te conozco, el otro día has venido a sacar dinero con otra mujer, y ahora vienes con esta diciendo que es tu esposa—.

La gente se ríe. Yo le sigo el juego:

—Pero esa es otra cuenta. Esta cuenta es con ella—.

Mi mujer se molesta, porque debí decir: “Se confunde señor, esta es la única mujer que tengo, ella es la única, no hay más”. Así me corrige durante todo el viaje de retorno. Bonito juego, pero hay que saber jugar. Mi error me cuesta caro.

Pero bueno, mientras bromeamos y doy mi voluntad a los celadores por su servicio (les paso cinco soles sin roche) el jefe de la bóveda cuenta los cien mil dólares. No sé si los cuenta en realidad, pero me los alcanza. Recibo el dinero emocionado. Yo tampoco lo cuento, porque supongo que está completo. Es un asunto de confianza. Me siento afortunado con mi tococho de dinero. Mientras me da la plata, el celador pregunta:

—¿Y tu seguridad?—. Le presento a mi hija de 10 años, que pone cara de mala e hincha el cuerpo como si tuviera músculos impresionantes. El celador acepta y sonríe. Nos vamos contentos.

Ya les dije que compramos el depa, pero la reinita, en realidad, está ilusionada con un carro. Vamos por el carro.

—¿Dónde venden carros? —preguntamos a nuestra casera—.

—Allá —nos dice—.

—Carros por aquí caseritos —escuchamos por otro lado—.

Nos acercamos al vendedor y nos dice:

—¿Qué carro quieren?

— “Así y asá” —respondemos dando los detalles—.

—Sí tenemos ese modelo —nos dice— ¿Quieren notaria para el título de propiedad?

—Claro.


Viene la notaria mientras yo pago el carro. Nos cuesta 25 mil dólares, más que el depa. Un abuso. Cuento mis dólares para pagar. El vendedor también los cuenta (aunque no con tanto ahínco como yo) y luego me dice:

—Casero, este billete no pasa, está roto y viejo, el banco no me va a aceptar, cámbiame.

Si mi padre escuchara eso, él que vive en los yunaites, si escuchara que no me aceptan un billete de mil dólares porque en una partecita tiene unos dientecitos de ratón y un color añil por el tiempo, se muere, se desmaya. Mi padre suele decir: “dinero es dinero, no importa si está roto, roído o viejo, el valor del dólar es el mismo, así es en mi país, pero aquí en Perú te hacen pleito por un billete arrugado”.

Bueno, no estamos en los yunaites, estamos en las alasitas, al pie del nevado de Sinankara, a cuatro mil ochocientos metros de altura, y aquí no se discute. Saco mi fajo de billetes y escojo un billetito chillancito y se lo entrego al vendedor. Este lo mira, lo revisa, lo pone a la luz del sol y acepta.

—Ya casero —me dice—, está bien este billete.

¡Qué juego tan genial! Cerramos el trato con un apretón de manos y le doy una propina de mil dólares. Me agradece. La notaria ya tiene los documentos en regla: tarjeta de propiedad, SOAT y el contrato de compra y venta. Nos dice si requerimos brevete. Mi señora dice que no, porque eso ya lo tiene.

De regrero a Mahuayani

El descenso es otra historia. Mientras hacemos negocios en la feria, las dos crespas mayores esperan abajo, en el santuario, o al menos eso creíamos. Cuando llegamos, las tales no estaban. Nos preocupamos. La fe de la que tanto nos ufanamos se esfumó ante la primera adversidad. Mi señora las busca allí y allá. Pone el anuncio en el parlante de la iglesia. Las llaman por el altavoz. Nada, no están. Me acerco al lugar donde las dejé y encuentro una nota que dice: “Sean empáticos, estamos cansadas, decidimos bajar, M y A”. Le muestro la nota a su mamá y ella certifica de que sí son ellas. Se adelantaron. Yo intento alcanzarlas y camino rápido mientras mi hija menor y la reina quedan atrás. Me acuerdo de la peregrina que se partió el pie por apurada, así que bajo la velocidad de mi mente.


Veo adelante a dos policías y a otras personas cargando una camilla. Llevan a una persona envuelta en frazadas. La gente murmura lo peor: “están cargando un muerto”. Los policías van a paso ligero. Hacen relevos abruptos, sin detenerse. El cuerpo que llevan no se queja, tampoco se mueve. O está sedado o muerto. Los rumores traspasan los ocho kilómetros: “es un borrachito que se cayó, es la señora que se quebró la pierna al caer del caballo, es un joven que se cayó en el nevado, es alguien que vino a morir al santuario porque ya estaba desahuciado”. Los rumores los escucho por aquí y por allá. La gente comenta y no hay versión oficial.

Mientras intento alcanzar a las mías —mordiendo el polvo que deja el cortejo policial tras de sí— milagrosamente veo a las crespitas. Están sentadas al borde de una de las cruces. Las noto cansadas, angustiadas, metidas en el susto. Nos miramos fijamente. —Media vuelta —les digo—, su madre está preocupada y su hermana llora por ustedes.

Obedecen sin pestañear. Saben que su castigo es retomar el camino ya andado. A subir otra vez. Ellas van adelante, como reas. Caminamos un trecho y encontramos a la reinita y a mi otra hija. Se miran y, en silencio, retomamos la bajada. Las sonrisas regresan mientras caminamos juntos. Llegamos a Mahuayani cansados, pero contentos de que todo haya salido sin novedad.

Mi señora y yo reflexionamos: si hay que ir al señor de Qoyllurit’i, hay que ir sin renegar.

Llegamos al auto donde mi mamá nos espera. Salimos a las 5:00 pm de allí luego de comer y beber a gusto.

¿Mendigos emprendedores?

La última vez que vine, hace 20 años, esta carretera polvorienta pintaba los rostros de los niños que esperaban la “piedad” de los peregrinos y peregrinas que retornaban al Cusco. Hoy la carretera hueco hueco es una pista moderna. Los “pobrecitos” de antes hicieron sus emprendimientos: tiendas, restaurantes, hospedajes y venta de comida al paso.

En la ruta, nos detuvimos en alguna parte para apreciar el atardecer: la cordillera del Ausangate reflejaba los últimos rayos del sol. Este escenario de fondo fue aprovechado por una familia para vender watia de cuy. No hay forma de resistirse al cuy, mucho menos cocinado en un horno de kurpas.

De pronto, la familia, ni bien terminó de vendernos el cuy, corre hacia el otro lado de la pista. Allí se han estacionado dos autos y los pasajeros llaman a los emprendedores para repartirles alimentos. Éstos reciben la donación presurosos. Tal vez sean nuevos emprendedores, pero son viejos recibidores. Como sea, ambas posiciones no se contraponen.


Cuando los nuevos emprendedores corrieron tras esos carros para recibir la donación, los vi conmocionados y obedientes al llamado. Más que obedientes, estaban alegres, entusiasmados, expectantes. Sonreían al ir, sonreían al recibir y sonreían al ver el don. No sé si el obsequio les serviría o no, o si les agradaba o no, o si les era propicio o no. Solo sonreían y lo guardaban en sus alforjas. ¿Qué harán después con ello? No sabemos. Pero seguro que no eran donaciones imprescindibles; es decir, no los iban a sacar de la pobreza ni del hambre, ni les iban a solucionar el día. Solo eran donaciones que iban a recibir corriendo, con alegría y esperanza. Recibir obsequios es, simplemente, divertido.

Fue así como vi a esa gente aquel día. Cambió mi opinión de ellos, mas no cambió mi percepción de los dadores: sujetos que con una bolsa de pan quieren lavar su conciencia, buscar redención, quedar bien o simplemente dárselas de bondadosos con el pecho hinchado. Pero más allá de sus intenciones, quiero decirles a esos dadores que no saben dar.

El ritual de dar es más que tirar panes en la carretera o pararse en el auto para repartir rápidamente el don. Dar es un acto de amor, es una muestra de respecto, es el afecto hecho arte. Dar es un compartir.

Si quieres dar, baja del auto, saluda, da la mano, mira fijamente a las personas mientras das con ambas manos. De la actitud receptora, ni te preocupes, porque solo miraran avergonzados el don, lo recibirán —casi lo arrancharán— y se irán corriendo sin ni siquiera reconocerte. Ni gracias te dirán. Pero su respuesta es lo de menos.

También hay otra forma de dar, más avanzada, nivel Dios. Es el acto de compartir, que, agregándole una pizca de afecto, termina convirtiéndose en reciprocidad y luego en convivencia. Pero ese es otro nivel, nivel que no puede alcanzar el viajero, el pasajero o el peregrino apurado.

La ruta de retorno al Cusco

Estamos cerca al Cusco. Terminamos el tramo de la Interoceánica. Retomamos la pista que nos lleva a la ciudad. Pasamos Saylla y entramos a San Jerónimo. A partir de aquí, la pista es un desastre. Entramos al Cusco, la pista peor aún, mal señalizada, sin carriles, con desniveles… por Dios, tan bonito que estaba el viaje.

Comentarios

  1. Bello relato, emocionante!!! Viajé mentalmente contigo, tus reinas y tus crespas☺️🤗😘♥️

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