Etnovivencia.- |
Antes que el Santurantikuy abra sus puertas, las familias devotas asisten a misa para que el sacerdote bendiga a los niñitos Jesús que llevan en manos. Luego de la bendición de las imágenes, algunos recorren los pasillos de la Catedral, reproduciendo, a su manera, las lecciones que ofrece cada cuadro o imagen de su devoción.
En el caso de mi familia, primero fuimos a la Catedral, donde, mientras nos persignábamos, fluía el verbo que cada imagen nos inspiraba. Luego pasamos al Santurantikuy, donde mi señora compró la abundancia y yo pude obtener mis títulos de maestría y doctorado.
Quiero relatar algunos detalles de esta vivencia, los más trascendentales, pero en un formato que he determinado en llamar etnovivencia, es decir, poner en una etnografía antropológica, salpicada de emociones, las vivencias que me permitieron disfrutar de reconfortantes llamaradas de transcendencia. Bueno, también el formato que vislumbro puede llamarse etnotrascendente.
Recorrido por la Basílica Catedral del Cusco
Tradicionalmente, en la víspera de navidad, la gente devota del Cusco llega muy temprano a la Plaza Mayor. Las mujeres (este año he visto niñas y niños) llevan en sus manos al niñito Jesús de la familia y entran a la Basílica Catedral, donde el sacerdote, al terminar la misa, bendice las imágenes.
Mi esposa y yo también llegamos a la Plaza, aunque un poco tarde, porque la misa ya había empezado. Quedamos en vernos con mis suegros y entrar juntos a la Catedral, con el propósito, en palabras de mi suegro, de “visitar al Señor de los Temblores”.
En la puerta lateral de entrada un señor nos pide los carnets de vacunación con cierta displicencia y nos rocía alcohol en las manos. Entramos sin mayor problema. Mi suegra gira a la derecha para alcanzar la pila de agua bendita y la encuentra vacía y seca como un desierto. Ella se queja diciendo “estos padresitos mezquinos no ponen agua bendita, qué barbaridad”.
Mientras tratamos de llegar al atrio principal, saludamos a San Antonio. Mi cuñada, la hermana mayor de mi esposa, lo mira de reojo y trata de pasar de frente. Ella es soltera y sus abriles pasan del medio siglo. Mi esposa y mi suegra le dicen: “¿Has traído tu cartita para San Antonio?”. Ella ríe y responde “ya perdí la fe”. Reímos todos. Este año mi cuñada no acudirá al santito para pedir pareja. Ya no está en plan casamentera. Ahora está dedicada al cuidado de sus padres.
Seguimos el recorrido. Nos paramos en el ambiente destinado al coro y, mientras la madera vestida de barroco vibra con el canto de Samuel Irrarázabal y compañía, miramos al Tayta Temblores, que está en el atrio. (De rodillas amigo ante el Patrón Jurado mientras te persignas). Tomamos asiento con la distancia del caso y escuchamos que el cura dice “pueden irse en paz”. La misa termina ni bien nos sentamos. Suele pasar.
Antes de irse, el sacerdote solicita a los devotos y devotas que no se acerquen al atrio con sus niñitos Jesús, que hará la bendición desde allí, y que solo levanten sus imágenes. Así se hace. Es una bendición acomodada a la pandemia. El padresito aprovecha para aclarar que no hay agua bendita en la entrada, porque desea evitar la propagación de la nueva variante del coronavirus a través del agua. Mi suegra me mira y me dice “este cura ha escuchado mi queja del agua bendita, ja, ja, ja”.
Termina la misa y algunas personas se van, pero otras seguimos el recorrido tradicional. Mi suegro es el guía. Primero nos lleva a la capilla de la Santísima Trinidad, y mientras señala a Dios y a Jesús sentados uno al lado del otro, me dice: “esta imagen demuestra el amor del Padre con su Hijo”. La referencia es clara. Él me considera su hijo y para mí él es mi padre. El amor fluye y la imagen silenciosa de la Santísima Trinidad nos lo dice.
Continuamos. “Aquí está el Señor Resucitado”, dice mi suegro. Veo a Jesús dando un paso firme mientras enarbola un estandarte. Mi papi aclara: “está diciendo ‘aquí estoy, he resucitado”. Más que la frase, a mi suegro-padre le llama la atención la actitud y el rostro de Jesús: vencedor, seguro, radiante de voluntad.
Pasamos a la capilla de la Virgen Inmaculada Concepción, más conocida como La Linda de la Catedral. Es nuestra mamita. Somos sus devotos. Nos arrodillamos y yo le pido por mis tres hijitas, dos de las cuales llevan su nombre. También le pido para que mis pensamientos, palabras y acciones sean inmaculadas.
Seguimos el recorrido. Mi suegra se detiene en el cuadro de la Sagrada Familia, donde están José, María y el niño Jesús compartiendo los alimentos. Mi señora toma la palabra con entusiasmo y me dice “esto significa la abundancia y la importancia de la familia”. Ciertamente, cuando abunda el amor filial, el alimento también es abundante. Mis cavilaciones sobre la familia no necesariamente se encierran en un formato heterosexual, ya que el niño, la niña o el niñex requieren, principalmente, de referentes de amor y desprendimiento. (Felizmente nadie lee mis pensamientos en la Catedral).
Mi suegra interrumpe la contemplación y nos muestra otro cuadro, el del trabajo. “Aquí viene la gente a pedir trabajo”, dice ella. En la imagen está José en su carpintería, cepillando un pedazo de madera. Le acompaña su hijo Jesús, tratando de aprender el arte. María los observa. Pasamos de largo, sin mayor reflexión. Será porque, gracias a Dios, a ninguno de nosotros le falta trabajo.
Pasillo interior de la Basílica Catedral. Al fondo la puerta de salida |
Estamos por salir de la Catedral y hacemos la última parada. Ponemos las manos en la piedra que está detrás de la puerta de salida. Todos en silencio nos reconfortamos con este ritual corto y sencillo. Más tarde mi suegro me dice que la piedra es el hatun taqe, es decir, el conjunto de cosas que la gente aportó voluntariamente. Yo recuerdo que esta piedra tiene otro nombre, pero hoy no me sale. También la conozco como la representación del dios Wiraqocha, dado que su forma ovalada es similar al dibujo que hizo el cronista indio Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua.
Salimos de la Catedral. Afuera nos esperan dos vendedores de almanaques y un mendigo que pide limosna de rodillas. El día está nublado y vemos las carpas del Santurantikuy. Así termina nuestro primer recorrido.
Ceremonia de graduación en el Santurantikuy
Al ver las carpas del Santurantikuy, mi suegra pregunta “¿Vamos a ver?”. Sin dejar tiempo a respuesta, ella adelanta el paso y todos le seguimos.
Mi señora encuentra una feria de alasitas o imaginería que se reproduce tal como en el santuario del Señor de Qoyllurit’i, allá, en el Nevado de Sinank’ara. Ella se compra un árbol de la abundancia. Hace dos años está obsesionada con un auto. Tiene brevete, pero le falta lo más importante, el carro, ja, ja, ja. Así le bromeo. Pero ahora tiene la oportunidad de hacer realidad su sueño. Se compra un árbol que alberga alimentos bañados de oro, un carro, una casa y billetes.
Como en Qoyllurit’i, ella pide la bendición del vendedor. De inmediato el señor saca mistura de color amarillo y una campanilla. Mi señora agarra su árbol mientras que el oficiante, luego de preguntarle su nombre, reza pidiendo abundancia, sanación y bendiciones. La campanilla suena y la mistura llueve en el pelo crespo de mi señora.
Árbol de la abundancia ya colocado en el nacimiento familiar |
Sigo tras la alegría de mi esposa y me llama la atención una carpa que vende títulos universitarios otorgados por la Universidad Nacional de San Antonio Abad del Cusco, mi casa de estudios, ni más ni menos. De inmediato pregunto por el precio. “A cinco soles el título. Si lo quieres en un marco de vidrio, son S/. 20.00 soles”. Sin pensarlo, casi instintivamente, compro un título de magíster y otro de doctor. También pido dos medallas, una para cada título. El vendedor ejecuta el pedido de inmediato y me dice “escoge un fajo de dinero, el que quieras, el que te guste, hay de S/. 10 soles y de S/. 20 soles de precio”. Escojo un manojo que me llama la atención por los colores y le doy al vendedor. Este devuelve mi elección y escoge otro fajo, el que tiene más dinero y cuesta más caro. Acepto calladito su sugerencia, o su imposición, o su deseo de que la abundancia es una virtud que él está dispuesto a dar a quien lo merece.
Escribo mi nombre y el grado académico que me place en los títulos. En uno pongo “Magíster en Antropología Social”, que es la maestría que actualmente estoy haciendo, y en el otro título se me ocurre poner “Doctor en Medicina Tradicional”. Luego, donde dice “firma del interesado” estampo mi famosa rúbrica, que es un bull con una flecha. El vendedor firma por el Rector, el Vicerrector y el Decano. Hace tres firmas diferentes. Todo un experto el amigo. Luego junta los dos títulos, las medallas, el fajo de billetes y me las da. Me dice que las agarre con las dos manos que va a dar su bendición. Me dice además: “¿En quién crees? ¿En qué santo?”. Respondo que en el Señor de Qoyllurit’i (Él me dio mi título de Licenciado y mi primer título de Maestría hace 25 años, allá, en su Santuario, donde mi señora y yo nos dimos el primer beso).
Grado Académico de Dr. en Medicina Tradicional otorgado por la Escuela Superior del Santurantikuy |
El vendedor asiente y no deja de repetirme “con fe amigo, con fe, con fe vas a lograr tus deseos”. Luego echa mistura en mi cabeza, reza un Padre Nuestro y otras oraciones pidiendo la realización de mis grados y títulos. Toca una campanilla anunciando la buena nueva y quedo servido. Ya estoy graduado: soy Magíster en Antropología Social y Doctor en Medicina Tradicional. Los Apus de los alrededores, el Santo Cristo de los Temblores, La Linda Inmaculada Concepción, el Dios Wiraqocha Hatun Taqe y el Tayta Qoyllurit’i han hablado. La Escuela Superior del Santurantikuy me ha otorgado el grado académico de la ilusión más alto. De reojo miro el edificio del antiguo Seminario de San Antonio Abad, donde ahora funciona la facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNSAAC. Solo espero que sus habitantes, aquellos insignes académicos, también estén conformes.
Mientras cavilo en mi fortuna, el emisor de los títulos y oficiante de la ceremonia hace las cuentas en un papel cuadriculado y me dice: “son S/. 75.00 soles”. Pago calladito y en voz baja digo “pucha, más barato y rápido que la maestría de la UNSAAC, y todavía salgo con dos grados”.
El día está hecho. Mis suegros, mi cuñada y mi esposa siguen apreciando las obras de imaginería del Santurantikuy. Mi hija menor, que también nos acompaña, compra pequeños adornos para el nacimiento. Yo sigo caminando con mi bolsa de plástico de color blanco, llevando mis títulos y mi fajo de dinero. Camino pausado, contento, bendecido. Quiero ir a casa a festejar, a ponerme la toga, a tirar el birrete, a tomarme la foto oficial y en la noche a brindar, a cantar villancicos con la familia y recibir al niñito Jesús.
El graduado |
Cusco, viernes 24 de diciembre de 2021
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